Ante la tragedia de hace dos días, después del desconcierto inicial, del horror, de la rabia inmensa por lo ocurrido, queda un espacio para la reflexión y para el pensamiento. Porque, más allá de la adhesión a manifestaciones multitudinarias, que forman parte del lícito teatro de la vida, y en las cuales cualquier persona puede fundir su mente con las masas y dejar de sentir miedo, existe la acción individual.
Y no estoy hablando ya del voto que cada ciudadano depositará en las urnas el domingo - algo que se ha convertido en un deber histórico, sino también de la comprensión, o del intento por comprender lo que ha ocurrido. En el excelente post "En Qué Pensaban", Javier Armentia introduce la cuestión, el problema psicológico, más en concreto, motivacional. ¿Qué puede haber impulsado ese grupo de seres humanos a cometer semejante atrocidad? ¿Qué se oculta tras la mente ciega de alguien que se prepara a mutilar y matar docenas de inocentes? ¿De qué locura se trata?
¿Locura? Deberíamos hablar más bien de cordura, de una fría y terrible cordura - como ya apuntó, sabiamente, Joni Karanka en el post "Otro fruto amargo de la razón humana". Pues la razón también engendra monstruos, y aquí nos hallamos ante el más grande de todos ellos. Doscientos muertos, vidas inocentes arrebatadas a sus cuerpos, inmoladas en el altar de alguna idea convertida en ídolo, en una res, una cosa, una divinidad que exige un tributo a sus seguidores.
La calculada precisión de los atentados del once de septiembre, con esa perfección y armonía estética que nos dejó atónitos, como en una pesadilla increíble, deja ahora espacio a la atroz sincronía de las explosiones del 11 de marzo: subir en un tren, ignorando las vidas de los demás ocupantes, dejar una mochila llena de explosivo, y salir. Ningún animal haría algo semejante. El ser humano, sin embargo, es capaz de planear y ejecutar la destrucción insensata de sus congéneres. ¿Por qué?
No lo sé. Para saberlo, haría falta ahondar en los recovecos de la mente humana, y estar allí donde es imposible estar. Existe, sin embargo, la hermenéutica, la interpretación de las conductas, siempre tan subjetiva y proclive a la generalización. Pero es el único instrumento del que dispone un intelecto abatido y desconcertado.
Comentó alguien, en el post de Armentia, que fueron los sentimientos los que guiaron la mano de los terroristas. Nada más equivocado: el sentimiento es un pulso orgánico, la emoción es voluble pero más sensata de lo que se cree. Por impulso uno puede matar, sí, pero no convertirse en una máquina asesina. Las tragedias tan bien planeadas, exigen extrema lucidez, concentración, y no emociones.
El peor asesino es el que se deja llevar por el temperamento, por la ira, y luego por la tristeza y el miedo. ¿Acaso creéis que los terroristas que pilotaron los aviones del 11-S, se dejaban arrastrar por algún tipo de ira histérica mientras perfeccionaban el ángulo de viraje del aparato? Otros han comentado que estos actos habían sido mecanizados por un entrenamiento previo, hipótesis mucho más plausible. Luego hay quien apeló al "no pensamiento", estado mental que no consigo imaginar del todo.
Pensaban. Los terroristas pensaban. Y ocultaban sus emociones detrás de una capa de razonamientos mezquinos pero coherentes con su sistema de creencias, en el que una idea, una mera idea, convertida en un dogma, en un cáncer del pensamiento, se había extendido por su conciencia hasta ocuparla por completo. El exceso de idealismo, droga pesada donde las haya, es fatal. Ideas por ideas, y el mundo real desaparece (como en Alamut, la fortaleza de los asesinos).
Es un camino más fácil que el de la duda y el de la comprobación constante del conocimiento: abrazar una causa cualquiera, y convertirse en un rebelde, para huir de la libertad que la vida impone, es el camino del terrorista. Demasiado difícil es, por otro lado, ser revolucionario, pues implica construir algo después de haber eliminado las estructuras anteriores.
El rebelde destruye, el revolucionario construye. El rebelde se agita en la cuna de sus creencias como un bebé irritado; el revolucionario se agita en una serie parca de golpes certeros, causando el mínimo daño para poder reconstruir lo antes posible su nueva realidad. El primero es víctima de sí mismo; el segundo, controla su vida. El primero es violento y agresivo; el segundo asertivo y justo. Ambos son humanos, pero difieren en algo esencial, esto es, en su relación con el mundo de las ideas: no es lo mismo ser esclavo de una idea que ser su dueño.
No es lo mismo.