Normalmente escribo posts por dos motivos. El primero, la inspiración. El segundo, por emociones que me dominan. Este post forma parte del segundo grupo, concretamente del subtipo "post rabioso".
Me explico.
Vivo en la periferia, en una zona en la que cierto agro cuasi-urbanizado se asoma con timidez a las aceras de la ciudad. Esto parece causar una serie de situaciones de dudoso civismo, entendiendo por civismo lo siguiente:
Comportamiento respetuoso del ciudadano con las normas de convivencia pública.
Desde mi ventana se puede observar un gran descampado, otrora utilizado para la construcción de la actual finca en la que resido. Actualmente, sus únicas funciones parecen ser la de aparcamiento de camiones y baño público para mamíferos surtidos.
El tema de los camiones en sí no es demasiado molesto, aunque cuando aparcan hacen un ruido de mil demonios. Para entrar en el descampado, sin embargo, violan sistemáticamente una señal de acceso prohibido (pues la calle a la que da mi ventana es de sentido único). Ocurre también que cada hora pasen varios vehículos en sentido contrario, ignorando el cartel, y a gran velocidad.
Como dije, el lugar tiene asimismo una función de almacenamiento de sustancias fecales caninas, a la que se une la insospechada propiedad de estímular la diuresis humana. Todos los propietarios de perros del barrio llevan su can a cagar al descampado, para deleite de un etólogo aficionado como yo. Perros de cualquier forma y tamaño, incluso rotweilers sueltos, grandes perros de guerra cuyo aspecto manso no me tranquiliza en absoluto. Verlos cagar, mear y limpiarse el trasero en los matorrales, a pesar de ser todo un espectáculo, no resulta muy agradable.
Dícese lo mismo de los humanos, que parecen ignorar la presencia de ventanas y farolas para vacíar su vejiga en los límites del perímetro. Técnicamente no están orinando en plena calle, con lo que no sé hasta qué punto es cuestionable su comportamiento. Sin embargo, su lluvia dorada es perfectamente visible desde la ciudad, ya que acontece a unos escasos quince metros. Puesto que soy morboso, pero no demasiado, suelo apartar la vista.
Al otro lado de mi casa la situación no mejora.
Una pseudo-calle peatonal que conduce a un pequeño parque público es el escenario para gamberradas varias. No sólo hallo a diario coprolitos de perro, sino también basuras de cualquier tipo. Y restos de pipas alrededor de los bancos. Miles de cascos rotos de semilla de girasol, esparcidos de forma estocástica, como si el consumidor hubiese estallado allí, con la bolsa de Grefusa en la mano.
Hay más perlas que merecen mi atención: imbéciles montados en las infames mini-motos, por ejemplo. Estos jinetes ridículos, después de haber adquirido semejante vehículo enano, se divierten a utilizarlo en las aceras - puesto que en la calle no pueden. Hacen un ruido infernal, como los motociclos trucados que pueblan la urbe. Un día, con mi habitual ironía cansina, intenté llamar la atención de uno de estos nano-motoristas. El tipo me miró como quien mira a un alienígena.
Es inútil. Llamar la atención no sirve de nada.
En la Universidad uno esperaría encontrar gente civilizada, pero no es así: coches aparcados de cualquier manera, ocupando dos plazas u obstruyendo aceras y pistas de bici; colillas y basura en el suelo; gente fumando en pasillos y salas; corros de macacos que hacen la cola en la cantina de forma irregular; conductores que se pasan por el forro los pasos de cebra; y un moderado etcétera.
Se me plantean varias opciones.
La primera de ellas, la que practica la mayoría de ciudadanos, es cerrar un ojo, o dos, y olvidar, perdonar, dejarse agredir por la falta de civismo. Otra opción menos pasiva tiene que ver con recurrir a los organismos municipales para solventar todos estas cuestiones; pero mi falta de fe en las instituciones locales hace que descarte esta vía.
Finalmente estaría el camino de la justicia do-it-yourself: colgar carteles, poner pegamento para ratas en los bancos, disparar con rifle de perdigones a perros y meadores, abatir los nano-centauros con palos, poner cadenas con pinchos en las aceras, arrancar las parabólicas de las fachadas, rayar los coches mal aparcados, rociar de agua los fumadores, etcétera, etcétera.
Claro que todo eso no sería bueno a largo plazo. No resolvería nada, sólo estaría sembrando odio, y me convertiría yo mismo en un mal ciudadano.
Pero, ¡anda que no me han entrado ganas de hacerlo!