Montaje con Franz Schubert en un laboratorio steampunk
Los investigadores, los becarios, los que intentan hacer ciencia en este país: estamos locos.
Se nos ha ido la perola, por así decirlo, hace mucho tiempo. En un proceso que empezó desde nuestra más tierna infancia, hemos ido degenerando por la senda de la vida, buscando conocimiento donde los demás buscan dinero, salud, familia, estabilidad, una casa, un perro, un coche. Somos el gremio chungo de la humanidad, los últimos románticos - pues ¿a quién se le ocurriría subordinar la vida a la recherche? Es evidente que nos faltan tornillos, que vamos camino de la extinción con nuestras carpetas bajo el brazo, cantando el gaudeamus igitur.
Mientras la sombra de la procrastinación se cierne sobre nuestros débiles hombros de ratones de biblioteca, constatamos con pavor cómo disminuye por doquier la consideración hacia la ciencia y la cultura. Los recursos insuficientes, las becas con cuentagotas, la marginación, el esperpento académico: todo ello contribuye a crear un ánimo dispuesto a hazañas épicas, trágicas, totalmente inútiles. Uno mira hacia atrás y se pregunta por qué decidió dedicarse a la investigación. Y no encuentra fácilmente, si es que la encuentra, una respuesta. La mayoría nos quedamos en la fase de negación del problema.
No conozco ni un solo becario o becaria que no muestre una notable carga de estrés, sentimientos disfóricos, humor ciclotímico y otras jaquecas psicosomáticas. Me diréis que es algo inherente al sistema. Totalmente de acuerdo: el sistema contempla, in nuce, que una persona tenga que investigar algo, obtener resultados, y recibir por ello un sueldo neto menor que el de una administrativa. Eso cuando las cosas van bien, verbigracia, cuando no se añaden terceras variables, como jefes con discutibles dotes intelectuales o de liderazgo, falta de material y herramientas, luchas internas departamentales, docencia absurda, escaso fermento intelectual, etcétera.
Es aquí donde realmente se aprecia la dimensión romántico-nihilista del becario: en arrastrarse hasta la mesa de trabajo - con bata y calculadora en mano - para seguir componiendo el propio requiem universitario, la propia novena sinfonía/tesis, esa creación que sella un desarrollo personal centrado en el concepto absurdo de "creatividad por obligación". Es lo que hay, por desgracia: no puede haber algo mejor. Si deseamos que investiguen personas con talento, entonces hay que aceptar la burocracia y su lógica de optimización del presupuesto. Tampoco digo que el estrés venga mal: es bueno que haya una presión moderada. Claro que no todos los intelectos funcionan con la misma cantidad.
La siguiente pregunta que me hago es: ¿recomendaríamos a los jóvenes seguir este tipo de carrera? ¿Instaríamos a los alumnos de bachillerato a ello? Sin duda, como no. Se les diría que tienen que prostituir su intelecto al mejor postor; que tienen que echar sangre, sudor y lágrimas para abrirse paso de forma creativa en la red social de los departamentos; que tienen que vender mucho la moto, tenga la cilindrada que tenga, porque de eso se trata: de marketing. Cito del excelente post de Biomaxi, "Verdadera Ciencia":
La práctica es tan común que ha llegado a ser necesario seguir la corriente: para convencer a los revisores de que el trabajo es original, de que merece ser publicado en la revista elegida, de que el proyecto merece seguir recibiendo financiación... de hecho, cada vez más, uno de los cursos más recomendados a los estudiantes de doctorado es el de marketing científico, aunque se suela disfrazar con otros nombres o se incluya como parte de otros cursos, como el típico de redacción de artículos y proyectos científicos o el de técnicas de presentación y comunicación.
Imitar las formas y contenidos de supervisores y jefes. El arte de la retórica se vuelve de repente esencial, más que la sustancia. Se multiplican los casos de fraude. Yo también, como dice más adelante BioMaxi en su post, tomo con pinzas los resultados que se publican por ahí - especialmente si utilizan técnicas estadísticas complejas. La verdad es también una cuestión de estética: o esa es la impresión que tengo cuando leo artículos formalmente impecables, de tono mortalmente aburrido, con fórmulas de comunicación científica sugestivas de algún ritual masón. Sigue las normas, sé un buen chico. A tomar por culo la anarquía del científico como creador de algo nuevo.
Ya no hay, si es que lo hubo, un modelo de científico que las nuevas generaciones puedan emular. Hay, si acaso, un discurso encubierto relacionado con el poder, la fama y la gloria (como con todo). Que si gano el Nobel, que si la Medalla Field... Quizá lo más parecido sean las series "forenses", con esos detectives bien equipados y con la autonomía suficiente como para resolver misterios y encima quedar bien. Y es que el trabajo de un detective puede ser lo más parecido al trabajo de un buen científico. Lo que me gusta poco de este tipo de promoción es el halo que se le da a la formación científica, el regusto instrumental: la ciencia como porra que se puede esgrimir y con la que se puede dominar a los demás. Como algo con lo que uno puede quedar la mar de chulo (vg. Grissom, House, y cía).
No sólo no sé cómo contestar la pregunta de por qué me metí en esto; sino que tampoco se me ocurre una solución para el statu quo. Navegando en el purgatorio de los foros de Precarios.org, entre faltas de ortografía, lamentaciones y reivindicaciones, uno lee también cosas como que sobran estudiantes de doctorado en España. Uno se pregunta si es verdad. Si lo que ocurre es que hay demasiada gente que piensa que puede aportar algo a la investigación, sin tener - a lo mejor - las cualidades necesarias... Yo mismo lo pienso a menudo: ¿soy apto? ¿Realmente estoy haciendo lo que debería hacer? Esta y otras dudas kafkianas se suceden a diario en la mente de un becario de investigación. Universidades superpobladas, ratio inaceptable alumnos-por-profesor, planes de estudio desfasados...
Volviendo al leit-motiv: que sí, que los becarios estamos muy estresados, que no llegamos - desde luego - al nivel de los que curran en las minas de carbón (el colectivo más comparado de la historia), pero que tampoco estamos como para lanzar cohetes. Y yo, que dentro de lo que cabe no puedo quejarme, respiro constantemente este aire, esta atmósfera maldita, bohemia, que impregna la vida neo-romántica de los jóvenes investigadores. Por mucho que deteste quejarme, lo hago por una cuestión de principios, y por solidaridad con quien está más puteado que yo.
Bueno, que siga el baile, señores.